28 febrero 2005

La estatua

Desde el centro de la plaza miraba hacia el reloj de la torre. La esfera blanca e iluminada resplandecía como una luna, apareciendo poco a poco, segundo a segundo, conforme iba anocheciendo. Las manecillas se movían creando el tiempo para todos los demás, que cruzaban la plaza con los hombros encogidos por el frío. Inmóvil, incapaz de entender lo que significaba el movimiento constante de las agujas, no sentía pasar el tiempo porque para ella no existía. Cada instante rebotaba en sus ojos vacíos, y se esfumaba sin rastro, sin dejar huella ni recuerdo en su corazón de bronce, dejando que la realidad apareciera y desapareciera de forma simultanea, como un presentimiento justo después de despertar.
La figura estática, rígida, de pie en lo alto del pedestal de mármol, con las manos levantadas al cielo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y la boca entreabierta, como si acabase de cobrar vida, y de repente hubiese comprendido que tiene mas de cien años, y que el anciano sentado en el banco de enfrente es el joven del abrigo gris y la bufanda azul que pasó corriendo por su lado una mañana de lluvia con una carpeta en la mano; que la niña que intentaba trepar hasta ella un dia de primavera, de fiesta y de procesiones, es esta tarde la madre que riñe al niño que corre hacia la fuente; y que su piel que fue de bronce reluciente está ahora manchada de arrugas y grietas enmohecidas.
Suena siete campanadas en el reloj de la torre, se empiezan a encender las farolas y el anciano del banco de enfrente se marcha arrastrando los pies. Un vientecillo húmedo acaricia el rostro de la estatua y se lleva de su mejilla una lágrima oxidada.

21 febrero 2005

Asesina a sueldo

En la esquina de la habitación hay un pequeño altar con velas encendidas, imágenes y santos. Rostros piadosos, caras angelicales, vírgenes con mantos dorados y niños en los brazos. Las llamas de las velas hacen bailar las sombras por las paredes de la sala en penumbra. Las ventanas y puertas cerradas encierran un aire antiguo y oscuro, lleno de olores intensos, espesos, casi líquidos.
El sudor resbala por el cuello de la joven y moja su pelo largo y negro, mientras repite con los ojos entrecerrados oraciones en idiomas olvidados, moviendo imperceptiblemente la cabeza hacia delante y hacia atrás. Está de rodillas en el suelo, con los pies descalzos y las manos en el regazo sujetando una fotografía. Las pulseras de piedras azules de sus muñecas, los anillos de cristal en los dedos delgados, la cadena de oro blanco con el símbolo colgado, reflejan la luz débil y bailarina de las velas y acompañan el ritmo del rezo, de la invocación, del conjuro.
El hombre de la fotografía pasea hasta su coche, después del día de trabajo. Tiene calor aunque en la calle ya hace frío. Se siente tan cansado como si hubiese estado corriendo dos horas. Se tambalea mientras intenta sujetarse a la pared. Cae al suelo, con las llaves del coche en la mano, de espaldas. Nota que le falta el aire, que se le hiela el corazón. Sólo oye un zumbido, monótono, formado por palabras extrañas, que cada vez es más fuerte, que se le mete por dentro, parándolo todo, rompiéndolo todo.
La joven abre los ojos completamente, mostrando a la oscuridad su brillo gris, y deja de rezar. Acaricia el símbolo que cuelga de su cuello. Se pone de pie lentamente, con el flequillo sudado enmarañado en la frente. Se acerca al altar y coge el sobre con el dinero. Lo cuenta despacio. Sopla las velas una a una y la habitación se va quedando a oscuras, mientras ella aprieta el sobre con fuerza, intentando olvidar el remordimiento.

16 febrero 2005

Mate en dos jugadas

Salió de la cafetería a la acera. Se sujetaba el cuello del abrigo blanco con las dos manos, protegiéndose del frío que sentía. Inmóvil encima de las baldosas claras, observaba el final de la avenida desierta. Tenía el pelo castaño, liso y largo, la piel algo pálida y la mirada altiva y desafiante. Esperaba, indiferente a la gente que pasaba.
Un coche negro apareció de una bocacalle y giró en dirección a la cafetería. Avanzó despacio, hasta pararse a su lado, con las luces de emergencia encendidas. De la puerta de atrás, la más cercana a la acera, salió un hombre alto vestido totalmente de negro. Se le acercaba sin dejar de mirarla a los ojos. Llevaba el pelo moreno largo y recogido en una larga cola que le llegaba hasta la cintura.
La mujer lo miraba arrogante, sin dejar de sujetarse su abrigo blanco. El tiempo pareció empezar a correr más rápido para ella, se sintió débil e insegura, le parecía que un vacío se abría a sus pies, pero no perdió la compostura y mantuvo la mirada al caballero. Empezó a andar hacia la puerta abierta del coche negro. Durante un instante sus caras estuvieron a unos poco centímetros y ella tuvo fuerzas para susurrar con un leve temblor en los labios: “El Gran Maestro nos llevará a la victoria”.
Luego subió al coche que arrancó y desapareció entre el tráfico.
Él observó con una pequeña sonrisa de triunfo cómo se alejaba y después entró en la cafetería, esquivando a los que entraban y salían. Se sentó en un rincón, respirando hondo, recordando los ojos grises y asustados de la dama. Luego cerró los ojos y esperó a que el tiempo se parara.
Un viejo camarero, con un delantal a cuadros negros y blancos, cogió el caballo de bronce que había encima de la mesa y lo colocó en una repisa, cerca de la puerta. Después, se puso a barrer esperando la próxima jugada.

12 febrero 2005

Los Ladrones de Recuerdos

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Extracto de la autobiografía inacabada de K. Vince, General del Ejercito de los Recuerdos. El texto completo ha desapararecido, probablemente destruido poco despues de La Guerra.

Fueron tiempos difíciles. Cada noche nos acostábamos con el miedo de no saber si recordaríamos algo al despertar, si nos habrían robado nuestros recuerdos. Tardamos mucho en darnos cuenta de lo que sucedía, y eso hizo que La Guerra Contra Los Ladrones de Recuerdos fuese mas dura, mas larga y mas cruel.
Al principio eran casos aislados. Nadie buscaba relaciones, causas, efectos. Simplemente alguien se levantaba por la mañana y le habían desaparecido todos los buenos recuerdos que tenía. Algunos ni siquiera se daban cuenta y seguían viviendo sin ellos, pero con el tiempo, la vida se les iba convirtiendo en un paseo por una acera de baldosas grises y monótonas. Perdían el interés por todo, se volvían tristes y huraños. El suicidio o la soledad eran los finales más habituales para esos paseos.
Luego, el asunto empezó a complicarse. Nuestros amigos eran sólo sombras oscuras que deambulaban por jardines helados, nuestras mujeres e hijos lloraban todo el tiempo sin consuelo posible, los atardeceres rosas sobre ciudades iluminadas eran olvidados durante la noche por la mayoría de los ciudadanos, y en cambio, a la misma vez, de forma incomprensiblemente rápida y sin justificación alguna, algunos que siempre habían vivido en el borde de la depresión, empezaron a sonreír, a disfrutar de la vida como nunca se había visto. Era una felicidad suprema, un éxtasis continuo, una alegría nada contagiosa que no compartían con nadie, que les permitía vivir en encerrados en sí mismos sin necesidad de nada más, exprimiendo cada segundo del día, cada gesto, cada palabra.
Fue entonces fue cuando empezaron las sospechas, y unos pocos empezamos a investigar, a vigilarlos. No tardamos en darnos cuenta de que la gente no olvidaba sus buenos recuerdos, sino que se los estaban robando. Todavía no sabíamos cómo lo hacían, pero lo que si descubrimos enseguida era que estaban organizados, que su necesidad de recuerdos felices era cada vez mayor y que no tenían ningún tipo de escrúpulos para robárnoslos a nosotros.
Ese fue el principio del Ejercito de los Recuerdos, la Resistencia, como lo llaman ahora. Hubo auténticos héroes en nuestras filas, gente que se jugó todo lo que tenía en la lucha. Vi a muchos ancianos olvidarse de sus nietos, a amigos que se cruzaban sin reconocerse, a enamorados que se miraban con indiferencia. En miles de batallas, de escaramuzas en la noche, fuimos descubriendo los secretos de Los Ladrones, sus métodos, y los fuimos eliminando sin piedad.

07 febrero 2005

Mujer pintando en la terraza

Apoyó el pincel sobre el lienzo blanco, y lo fue bajando poco a poco. Conforme descendía, el azul de la pintura se volvía más débil y antes de llegar al borde de abajo ya no manchaba. Miraba el cielo por encima del caballete. Sus ojos absorbían el gris de las nubes oscuras de lluvia que venían empujadas por una brisa fría y suave. Mezcló un poco de azul y negro en la paleta y pintó una línea horizontal, que partía de la mitad de la primera, sin tocarla. Respiraba el olor a aguarrás, mezclado con el de la mañana brumosa y húmeda que se veía difuminada encima del horizonte de edificios de la ciudad.
El pincel poco a poco iba cogiendo vida propia y ella solo tenía que respirar, concentrada en los colores. Tonos azules y grises, manchas negras, curvas amarillentas que aparecían en la tela, que se enroscaban en espirales, que dibujaban sin ella saberlo los paisajes donde vivían sus miedos, y los conjuraban, los removían, los mostraba como a través de una ventana empañada se ve la ciudad de noche. Aparecían detrás de cada color, de cada figura, y sólo tenía que no pensar mientras pintaba para enseñarlos y encerrarlos en una cárcel bidimensional y blanca, para verlos y perderles el respeto, para no tener que oírlos en las madrugadas silenciosas, para no tener que soñarlos en pesadillas olvidadas.
Pintaba la mañana desapacible del mismo color que intuía el futuro, dejándose llevar, con los ojos entrecerrados y el airecillo fresco colándose por el cuello del jersey remangado, canturreando una canción inventada por lo bajo, sin miedo a que llegaran las nubes y mancharan el cuadro.

05 febrero 2005

El Sector 27

Mensaje interceptado por los Servicios de Seguridad del Sector 1.
Remitente: Dr. Cross.
Destinatario: Desconocido.

Seguimos encerrados en el laboratorio y ya son casi seis meses de trabajos y experimentos sin interrupción. El Sector 27 de la Zona de Investigación es como un pequeño pueblo y vivimos aislados del resto de la civilización, aunque somos conscientes de que el resultado de nuestras investigaciones va a cambiar el mundo tal y como lo conocemos.
El problema del picor en la planta de los pies parece no tener solución pero el equipo del Dr. Samuelson no desespera y sigue en su línea tradicional de investigación. Queny no se explica cómo han podido atrancarse en una cosa tan tonta y entre Berner y él se ha creado una polémica sobre la posibilidad de un error en la fase de cálculo.
El tema de la invisibilidad nos trastorna a todos. Al principio era sólo una fantasía pero ahora que hemos visto a personas invisibles, y que ya no nos asombra su compañía, no podemos dejar de fantasear sobre situaciones cotidianas en las que sería magnífico ser invisibles. Todos hablan del poder que esto supone, de las aplicaciones militares y comerciales, y de sus efectos en la sociedad cuando sea algo normal y cotidiano.
Yo procuro no pensar demasiado en ello. Todavía no se han solucionado los efectos secundarios y algunos de los sujetos con los que se ha experimentado, viven completamente sedados, incapaces de soportar el terrible picor que provoca la invisibilidad en la planta de los pies.
De momento la reversibilidad del proceso está controlada, pero es preciso saber cómo evoluciona el picor en el tiempo. Los últimos resultados que he leído son decepcionantes ya que la picazón no remite, y además parece aumentar, conforme pasan los días.
Corre un siniestro rumor sobre un informe secreto en el Sector 21, dirigido por la Doctora Neegar, en el que se resume un experimento que consistía en amputar los pies al sujeto, para observar si existía traslación en el picor. Parece ser que éste se trasladó al cogote, justo encima de la nuca, con una fuerza que hizo perder el conocimiento al joven amputado.
No he podido hablar todavía con ninguno de los “Invi”, como los llama Hoogan. Me gustaría comprobar en persona si es verdad que les sube el ego tanto que luego se vuelven insoportables.
Mi plan está funcionando perfectamente y nadie sospecha nada, aunque tengo que estar muy atento porque el personal de seguridad es extremadamente eficaz.
No dejo de acordarme de Patt.
Fin del mensaje.

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