30 marzo 2005

Historia de T. (El oráculo II)

Servicio de Control Mental.
Informe de Seguridad 2547/555/23
Asunto: T.
Autor: Comandante Kylan, nivel 6 del S.C.M.

T. fue durante años nuestro mejor agente y a la vez nuestro mayor misterio. Todavía dudo sobre si lo localizamos nosotros a él o fue él quien contactó con nosotros. Lo único cierto es que en la época en que el S.C.M era todavía un proyecto basado en unas teorías casi sin desarrollar y unos pocos experimentos con resultados discutibles, la aparición de T. fue una revelación del potencial de nuestras ideas y de los retos a los que nos enfrentábamos.
Era capaz de leer las comunicaciones de nuestros agentes a cientos de kilómetros de distancia cuando entre ellos mismos tardaban horas en intuir cualquier dato dentro de la misma habitación, y además era capaz de hacerse oír con una claridad y fuerza que todavía hoy nos asombra.
Después de varios meses de comunicaciones mentales con nosotros, accedió a darnos su localización física y resultó ser un pastor que vivía en un pueblo perdido en la sierra, con unos pocos habitantes que malvivían de lo que lograban arañarle a la tierra y al ganado.
El comandante Stocvulik y yo mismo, fuimos los primeros en visitarle, y ya en ese primer contacto se hizo evidente que T., además de increíbles poderes telepáticos, tenía el don de la adivinación. Le escuchamos entre asombrados y asustados durante horas, mientras nos explicaba sus teorías sobre cómo ejercitar la Comunicación Mental y hacía vaticinios sobre personas y hechos concretos que, como escrupulosamente comprobamos luego, se cumplieron con una exactitud asombrosa. Para él, la comunicación mental, la adivinación y la lectura de pensamientos eran todo lo mismo y utilizaba el mismo método para dominar la energía mental, sistema que luego nos sirvió a nosotros para fabricar la primera Máquina Mental.
Por desgracia, esas facultades increíbles e innatas no podían ocultar la vacía personalidad de T. Su falta de carácter y el hecho de que entendiese su don como algo divino con lo que había sido iluminado, en lugar de un complicado proceso cerebral accesible a casi todas las personas como sabemos ahora, le hacía poco apto para trabajar directamente para el S.C.M., donde la ética y la moral están al servicio del país.
Tras rechazar en varias ocasiones nuestras peticiones para que se trasladase a las instalaciones del Sector 7, decidimos seguir experimentando con él a distancia y realizar sólo las vistas físicas estrictamente necesarias, ya que las rechazaba abiertamente.
Con los años, sus tendencias místico-religiosas le convirtieron prácticamente en un ermitaño, temeroso de lo que él llamaba los poderes ocultos e incapaz para cualquier labor de investigación. Para entonces nuestros avances en la comunicación mental y la adivinación le habían superado con creces y ya habíamos desarrollado los Métodos de Bloqueo e Interferencia.
Cuando sus paranoias empezaron a interferir en nuestro trabajo llegó la orden de eliminarlo y él ni siquiera pudo intuirlo. Nuestros agentes hicieron un trabajo perfecto. Murió solo, en el pueblo del que nunca había salido y que poco a poco se ha ido quedando vacío.

26 marzo 2005

El oráculo

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En el pueblo todos sabíamos que vivía solo y que nunca había tenido familia. Corpulento, de pocas palabras y ojos nerviosos, se dedicaba a cuidar los animales y el trozo de tierra del que subsistía. Entre la noche y el alba, lo oía cruzar el pueblo con su andar lento y pesado, dirigiendo el ganado por la cuesta arriba, con un cigarro medio apagado en la boca, mientras el sol despertaba los colores del monte. En invierno, cuando la nieve lo tapaba todo, se quedaba encerrado semanas enteras en su casa, asomándose de vez en cuando a la ventana para mirar el cielo.
Su vida solitaria transcurría como la del pueblo, al ritmo de la lluvia, el sol y la nieve, entre las montañas que los separaban cincuenta años del presente, y con la tierra y unos cuantos vecinos callados como únicos testigos de su existencia.
Una vez, yo no había nacido todavía, por la carretera de tierra que entonces era lo único que nos comunicaba con el mundo, subió un coche grande negro y aparcó donde pudo, a la entrada del pueblo. Dos hombres altos con traje y corbata, se bajaron y fueron hasta la puerta de su casa. Los ojos de las mujeres espiaban tras las celosías el paseo de estos dos astronautas en el planeta perdido de las calles de mi pueblo. Esperaron horas, hasta que él llegó de pastorear. No hablaron con nadie durante la espera, y respondían con sonrisas y asentimientos de la cabeza a las miradas entre temerosas y curiosas de unos cuantos chiquillos y mujeres. Cuando él llegó le susurraron unas palabras y entraron en la casa. No se sabe si pasaron la noche entera allí, pero al amanecer del día siguiente el coche ya se había ido y él salió como todos los días al monte.
Jamás contó a nadie quiénes eran esos hombres ni qué querían, pero volvieron muchas veces durante años, hasta que él murió. Una vez al año al menos. Siempre impecablemente vestidos y amables, en sus coches grandes y negros, sonriendo a los niños que como yo corríamos a su lado hasta la puerta de su casa.
Nunca olvidaré aquella noche que me colé por la ventaba de atrás y agazapado en un rincón del piso de arriba oí lo que él les contaba.

21 marzo 2005

Malas noticias

El grifo goteaba en la cocina sobre los platos sucios. Los coches hacían ruido en la calle. El aire entraba suavemente por la ventana entreabierta empujando la cortina. Dormía bocabajo respirando lentamente. El sol dibujaba rayas doradas en el suelo de madera al pasar por la persiana a medio bajar. El reloj digital marcaba las 09.33 en verde fosforito sobre la mesilla. Un pájaro se posó en la repisa de la ventana, tomó aliento y siguió volando. Se agarraba a la almohada y estaba casi destapado. A veces se oía el zumbido del ascensor poniéndose en marcha. Una lavadora centrifugaba la ropa de algún vecino. Unos pantalones y una camisa se arrugaban en un rincón de la habitación. Hacía un rato que el móvil había dejado de sonar encima de la mesa del salón, sin batería. Un claxon lejano intentaba mover un coche en doble fila. El marco del cuadro azul colgado en la pared reflejaba la luz del sol en el techo. Un cenicero lleno de colillas repartía ceniza silenciosamente debajo de la cama. El mensaje en el buzón de voz del móvil era urgente y desesperado, alguien lloraba. Un portazo amortiguado se arrastró por el hueco de la escalera. Una persiana metálica abría un día de trabajo en la calle. Un libro se limpiaba el polvo con el airecillo de la mañana en la estantería. El pelo sudado se le pegaba a la frente. Un cajón mal cerrado esperaba un empujón al orden. La luz le estaba ganando la batalla a la oscuridad en el pasillo. Un vaso vacío se sentía inútil al lado de unas gafas en la cómoda. Se revolvió un poco y siguió soñando que todo marchaba bien.

14 marzo 2005

Misterios perdidos (Manuscrito de Slome)

Traducción definitiva por el Dr. Cross del Manuscrito de Slome, aparecido en el desierto de Negev, junto a otros textos aun sin descifrar con una antigüedad estimada de 7.000 años.

Andamos todos en fila por el desierto. El calor es sofocante y pegajoso. Desde el cielo debemos parecer un ciempiés multicolor, al que se le van cayendo trozos cada poco tiempo. Al principio éramos unos mil quinientos voluntarios, pero después de veintisiete días de travesía sólo quedamos la tercera parte. Todos sujetamos nuestro paraguas con una mano y con la otra nos agarramos a la cuerda que nos une. A veces se nos hunden los pies en la arena, y los tropezones y las caídas son constantes. Cuando alguno cae no nos paramos, y si el caído no se levanta, lo desenganchamos del arnés que lo sujeta a la cuerda, le quitamos el paraguas y la mochila a juego que todos llevamos y lo abandonamos, por mas que nos duela, sin hacer caso de las súplicas, ni de los lloros.
Nos mantenemos agrupados cerca de La Cabeza, a unos dos metros de distancia unos de otros, lo que provoca que arrastremos casi dos mil metros de cuerda por la arena, que va dejando una huella que el propio desierto se encarga de borrar.
Cada pocas horas paramos a descansar. Nos enroscamos en espiral alrededor de La Cabeza y clavamos los paraguas en la arena formando una especie de refugio que nos protege un poco del sol. Nos sentamos, bebemos pequeños sorbos de agua y masticamos la carne seca que guardamos en las mochilas, entre gritos de ánimo y oraciones.
Al oscurecer, La Cabeza comunica la orden de parar, y el último se une con el primero formando una circunferencia. Encendemos las linternas de luz azul que llevamos colgadas de nuestros cinturones, y giramos en circulo tres veces en el sentido de las agujas del reloj y dos en el contrario, como está escrito. Luego nos enroscamos alrededor de La Cabeza, rezamos, cenamos otra vez carne seca y dormimos extenuados hasta la mañana siguiente.
Así día tras día. La comunicación telepática entre nosotros está prohibida, para no interferir con La Cabeza, por lo que hablamos poco, ya que el calor y la arena resecan mucho la boca y la garganta y pronto empezará a faltar el agua. Las bajas y las dificultades hacen que los ánimos no estén muy altos, y ya no conozco a ninguno de los que quedan. Yo rezo para no perder la esperanza y caer al suelo sin fuerzas ni ánimos para levantarme. Debe ser horrible oír alejarse el tintineo de las linternas, el ruido de los pies arrastrándose por la arena, las voces roncas y los resoplidos de esfuerzo, observando como la cuerda pasa a tu lado, despacio, hasta que desaparece y te quedas sólo, en el más absoluto silencio, bajo el sol de este mundo perdido.
Mientras camino sueño despierto con el Día del Contacto, observo el desierto, y me pregunto si todo esto merece la pena. Las pirámides en la arena, todos esos túneles bajo el hielo, las piedras ordenadas en los valles y ahora esta travesía con las linternas azules.
Después de mil años encerrados en este dichoso planeta el tiempo se nos acaba y empiezo a pensar que vamos a morir todos. (…)

08 marzo 2005

Los reflejos de la tarde

Caminaba despacio por el paseo. Las manos en los bolsillos del abrigo jugueteaban con el llavero del coche. Disfrutaba del sol de la tarde, de las figuras que formaban las sombras alargadas de árboles en el suelo, del olor a primavera que llegaba de las flores del boulevard. El buen humor que sentía al salir de la oficina hacía agradable y familiar el ajetreo de la gente, y que los colores amarillos y naranjas del atardecer brillaran por encima del ruido de los coches. Se recreaba en la idea de llegar a casa y cenar con ella. Era el momento que mas le gustaba del día.
Sonó la horrible musiquilla que le había puesto al móvil, y que era incapaz de cambiar al anónimo y monótono pitido de antes. La voz de ella, alegre y cantarina como siempre, le explicó que no vendría a cenar, que estaba en casa de su amiga Fiorella, que tenían que hablar de sus cosas, le mandó besos y le dijo que le quería. Siguió andando, pensando en otras alternativas para la noche. No le molestaba que ella cenara fuera. Le gustaba verla contenta.
Unos niños le adelantaron corriendo mientras su madre los perseguía con una niña de la mano. Vería un rato la televisión y después seguiría con el libro que estaba leyendo hasta que ella llegara. Se paró en el paso de cebra del final de paseo. La madre había gritado enfadada y los crios se quedaron clavados en el borde de la acera esperándola. Los coches pasaban rápidos reflejando en sus parabrisas el sol que se colaban entre los edificios. Con lo ojos entrecerrados le pareció ver a Fiorella durante un instante luminoso detrás del volante de su coche azul.
El semáforo se puso verde y cruzó la calle. Las sombras de la tarde ya no le parecían interesantes. Se subió el cuello del abrigo y cogido de la mano de la duda siguió andando hacia casa.

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