30 septiembre 2005

Últimos recuerdos


Sentía como el viento le golpeaba en la cara cada vez más fuerte. El pelo se le alborotaba en la cabeza y los oídos le zumbaban. Cerró los ojos, irritados y llorosos, y le pareció que el tiempo se alargaba fuera de él mientras su mente corría a mil por hora.
Le vino a su memoria el recuerdo difuminado de un montón de caramelos desperdigados en una alfombra rojiza, de cuando él tenía poco mas de un año y vivía en aquella casa con las paredes pintadas de verde. Recordó cómo ayudó a sus padres en la mudanza al piso en la ciudad, el ascensor oscuro con botones negros en el que no le dejaban subir solo y a las vecinas con su madre tomando café en la cocina antes de bajar a comprar el pan. Revivió el camino al colegio en invierno pisando los charcos congelados, con la cartera llena de libros colgada de un hombro y jugando a hacer que fumaba con el vaho que el salía por debajo de la capucha del abrigo. Se vio a si mismo la primera noche que no durmió viendo llover y tronar por la ventana de su habitación, encogido entre el miedo y la fascinación. Anduvo otra vez por los largos pasillos de su antiguo instituto buscando su clase el primer el día, con la cabeza agachada y la mirada huidiza. Recibió otra vez en su memoria su primer sueldo en su primer trabajo y se lo volvió a guardar en el bolsillo de la chaqueta, metido en un sobre marrón, pensando durante dos días en qué gastarlo.
Recordó los mil libros que había leído, todos y cada uno de los besos que había dado, la vista desde la ventana del hotel de Paris al que fue de viaje de novios, las mentiras que no se había atrevido a decir, el color de su primer coche, la mirada de un desconocido que se cruzó una noche en su portal y le asustó, la camisa azul que había sido su favorita durante años y que se manchó con la tinta de un bolígrafo roto, la última vez que se emborrachó con sus amigos, y la primera vez que se sintió verdaderamente triste, tanto que no podía respirar.
Se recordó a si mismo hace un instante, subiendo lentamente las escaleras del rascacielos, abriendo la puerta de la azotea, entrecerrando los ojos deslumbrado por el sol, acercándose al borde y mirando al vacío que quedaba a sus pies.
Volvió a saltar otra vez en su memoria, volvió a sentir el viento azotándole la cara y el pelo alborotado bailando en su cabeza, y lo último que pensó justo antes de estrellarse contra el suelo, fue que tienen razón los que dicen que tu vida entera te pasa por delante antes de morir.

22 septiembre 2005

La calle Brown

Yo siempre llegaba el primero a sentarme en el banco metálico de la esquina de las calles Milford y Brown. La aceras era anchas, había poco tráfico, y una vista estupenda de la tienda de licores, el colmado del señor Grobeshor y la barbería. Al otro lado de la calle estaba la parada del autobús al centro. Al rato venía Bob, arrastrando los pies, saludaba con la cabeza y se sentaba a mi lado. Nos pasábamos horas muertas allí, mirando todo y a todos, masticando el tiempo perdido y saboreándolo con las manos en los bolsillos. También venía casi siempre Francis, el vecino de Bob.
Era divertido pasar allí juntos los tres las tardes enteras y los días que no había colegio. Conocíamos casi todo del barrio y nos gustaba. Sabíamos que había que contar cuarenta y cinco desde que el semáforo se ponía en rojo hasta que cambiaba a verde, y luego ciento trece para que volviese a ponerse rojo. Sabíamos que en el siguiente autobús que llegaba a la parada, desde que se encendía el rótulo azul y luminoso de la licorería, se bajaba la chica que le gustaba a Bob. Sabíamos que el hombre con sombrero que vivía en el portal de al lado bajaba todas las tardes a comprar el pan y a encontrarse con la señora delgada y ojerosa que paseaba un perro pequeño y llorón. Eran buenos tiempos.
A veces pasaban cosas emocionantes. La tarde que el primo de Bob, Travis “el pelirrojo”, disparó a aquel policía, pasó corriendo justo por delante de nuestro banco. Entre resoplo y resoplo dijo un “Hola Bob”, sin mirarnos casi, y siguió corriendo como un loco calle Brown abajo, mientras las sirenas se oían cada vez más fuerte. Cuando unos días después Bob y sus hermanos fueron a visitarlo a la cárcel, Travis le dijo que no se acordaba de haberlo saludado.
También vimos en primera línea el accidente del camión cargado de cajas de cerveza que se saltó el semáforo y arrolló dos coches. Luego se estrelló contra la farola de la esquina opuesta a nosotros. Mató a un hombre que estaba dentro de uno de los coches. Le vimos la cabeza asomando por la ventanilla chorreando sangre oscura. Salió todo el mundo a la calle dando gritos y en el barullo cogí una caja de botellas de cerveza caliente y nos la bebimos a escondidas los tres. Fue la primera vez que nos emborrachamos.
Una tarde de verano llegó Búster. Se sentó con nosotros aunque no le conocíamos de nada. Era flaco, con el pelo rubio y los ojos grises. Estuvo un rato mirando la calle con nosotros, intentando hacerse nuestro amigo, contándonos que era nuevo en el barrio, que no tenía hermanos, que su padre vendía seguros. Se dio cuenta de que nosotros nos entendíamos con la mirada, después de tantas horas juntos en el banco, y que no le estábamos haciendo mucho caso. Francis jugaba distraídamente con los pies a ir moviendo una cajetilla de cigarrillos vacía por la junta de las baldosas de la acera. Búster cogió la cajetilla, la puso en la palma de su mano y con una voz demasiado ronca para su cara tan aniñada dijo “Mirad lo que hago”. Los tres observamos la cajetilla, su ceño fruncido y su mirada gris fija en el paquete de tabaco. Vimos como la caja de cartón se arrugaba sobre sí misma, como si una mano invisible las estuviera aplastando, hasta que quedó convertida en una bola de cartón del tamaño de una pelota de ping pong. Búster dejó caer la pelota y antes de que llegara al suelo le pegó una patada mandándola por encima de los coches que esperaban en el semáforo, mientas se reía a carcajadas. Los tres nos quedamos sorprendidos, pero empezamos a reírnos con él, nos había gustado el truco. Cuando Búster vio que nos reíamos, cogió una lata volcada que había cerca del banco y la convirtió en un disco metálico, sólo mirándola fijamente. Nos reíamos todos, asombrados, buscando el truco, abrumándole a preguntas. Él aplastaba todo lo que le dábamos y se le notaba contento con nuestra atención, no paraba de reír a carcajadas. Su cara blanca brillaba por el sudor y sus ojos grises pasaban rápidos y alegres de los objetos que aplastaba a nuestras caras. Mientras convertía en virutas las llaves de la casa de Bob, la señora delgada que paseaba todas las tardes a su perro pasó a nuestro lado, y el chucho empezó a ladrar como un loco en dirección a nosotros. La mujer hablaba con el hombre del sombrero, sonriendo como una quinceañera e ignorando al perro, que ladraba histérico. Búster, con la mirada fija en el llavero de Bob, frunció el ceño, arrugó un poco los labios y con la mano que le quedaba libre señaló al perro que quedaba casi a su lado. El animal ladró un poco más flojo y se encogió, dejando caer una baba sanguinolenta. Se quedó muerto en el suelo sin que la dueña se diera cuenta. Búster le dio a Bob un montoncito de hierros aplastados, y empezó a reírse otra vez, sin mirar siquiera al perro, esperando otra broma, otro objeto.
Nosotros también nos reímos, pero menos. Nos marchamos en seguida, los tres a la vez, cada uno por un lado, despidiéndonos de Búster entre risas. Desde aquella tarde ninguno volvió nunca más al banco a sentarse, a mirar los coches o a contar los cambios del semáforo, por miedo a que apareciera Búster y nos mirara mal.

12 septiembre 2005

El tatuaje

Diego había nacido con el tatuaje en la palma de su mano izquierda. Eso es lo que le decía su tío Bruno cuando Diego le preguntaba y eso es lo que él creyó durante toda su infancia en el caserío. Era un rectángulo relleno de líneas negras horizontales y verticales que se cruzaban formando otros rectángulos y cuadrados más pequeños, algunos rellenos con la misma tinta negra y todo ello del tamaño de una moneda de diez céntimos.
El tío Bruno le enseñó a leer y a escribir en la gran biblioteca del caserío. Diego se recordaba de chiquillo pasando tardes enteras buscando dibujos parecidos al de su mano en los cientos de libros que tenían, sin encontrar nada parecido en ninguna parte. Después, por la noche, le señalaba a su tío los libros en los que había leído y buscado, y Bruno sonreía asintiendo con la cabeza, entre satisfecho con el trabajo de Diego y cansado de su insistencia infantil, repitiéndole que el tatuaje era de nacimiento, y cambiando de tema o quedándose callado sin más.
Luego, antes de que Diego fuese un adolescente, el tío Bruno murió y Diego se quedó solo en un orfanato. Allí olvidó el tatuaje como se olvida una cicatriz antigua y si alguien alguna vez le preguntaba por su origen, copiaba la sonrisa socarrona de su tío y le contestaba que era de nacimiento. Sólo unas pocas veces, cuando se sentía solo en las largas noches del orfanato y se acordaba de Bruno o cuando se daba cuenta de que crecía y la niñez se estaba alejando como se aleja el horizonte de un barco que parte, miraba el dibujo, lo acariciaba con los dedos y pensaba en su significado si es que lo tenía.
Con los años ni siquiera quedó eso. Fue construyendo su vida lejos de su infancia dolorosa y solitaria. La llenó con un buen trabajo, una mujer que le quería y un futuro lleno de esperanzas que sustituían los recuerdos del orfanato y la imagen borrosa y triste del tío Bruno.
Por eso estaba ahora tan confundido, tan asustado.
El policía le agarraba la muñeca y le miraba con suspicacia el tatuaje.
Las luces de las sirenas se colaban intermitentes por la ventana de su salón, pintando en su cara adormilada colores rojos y azules. En el suelo estaba ese hombre muerto, al que otro policía fotografiaba mientras un médico tomaba notas. Su mujer, en camisón, le miraba llorando apoyada en el marco de la puerta. El bate de béisbol con el que había destrozado la cabeza al intruso que se colaba en su casa de madrugada estaba encima de la mesa, manchado de sangre. Él mismo había llamado a la policía después golpear al presunto ladrón en la oscuridad. Pero ahora, Diego no podía explicarle al policía que le miraba fijamente, quién era el hombre que estaba muerto en el suelo, ni a qué había venido, ni por qué tenía un tatuaje idéntico al suyo en su mano izquierda.

Free counter and web stats