02 mayo 2006

Mirando por la ventana

Justo ahora tenía que haberse encendido la luz de la cocina. Hora de cenar. El televisor parpadearía en el salón vacío, escondido un poco detrás de la persiana y la cortina. Todas las demás luces estarían apagadas y cuando Bastian volviese a sentarse en su sillón frente al televisor traería un pequeño bocadillo o una bandejita con algún plato precocinado que comería sobre sus rodillas. Tenía esa costumbre de cenar en el sillón, sin poner la mesa. A veces se le veía la mano asomando por detrás del butacón, enfocando con el mando a distancia para cambiar el programa. Si sonaba el teléfono encendía una lamparita de mesa que estaba encima del revistero. Otra costumbre que tenía Bastian, hablar por teléfono con la luz encendida. Nunca se quedaba dormido frente al televisor. Lo sabía porque veía cómo cambiaba de canal cuando ponían los anuncios.
Antes de que se acostase todas las ventanas se quedarían a oscuras unos minutos porque el baño de Bastian no daba a la calle, pero luego se encendería la luz del dormitorio, con su cama de matrimonio desperdiciada, y se vería una parte de la puerta con espejo del armario y cómo Bastian se desnudaba y se metía en la cama después de haber bajado la persiana y apagar la luz. Tenía la costumbre de utilizar el dormitorio sólo para dormir y vestirse. Otra mas.
Está todo anotado. Bastian se levantaría temprano, sobre las siete o así. Lo vería abrir la ventana para que se ventilara el cuarto, ir al baño, ponerse un traje. Unos minutos en la cocina de ventanas translucidas, que rellenaba con café con leche y galletas. Lo se porque miro en la basura de Bastian. Luego saldría a la calle, con su bolsa de basura que tiraría en el contenedor de la esquina antes de coger el metro, línea 27 norte. Seis paradas.
Así había sido desde hace un año, en esta casa de enfrente, con ligeras variaciones según el día de la semana, según las costumbres de Bastian. Y todo está cuidadosamente anotado, esquematizado, espiado, estudiado, observado, resumido, medido y ordenado en archivadores de cartón, que guardan también los movimientos, las costumbres y la vida de Bastian en las otras casas en las que ha vivido en los últimos diez años y de las que ha huido.
Una tras otra las fue dejando todas. La primera, con mudanza de muebles y equipajes, organizada después de recibir muchos anónimos y llamadas de teléfono amenazantes. Después, conforme pasaron los años, bastaba con una sola llamada en mitad de la madrugada para que Bastian rellenara una maleta con cualquier cosa y se marchara en un taxi hacía cualquier sitio. Al final huía el solo, cuando se sentía vigilado, o cuando lo asustaba la mirada de un desconocido en la calle.
Bastian debería estar durmiendo en su habitación con la luz apagada y la persiana bajada. Mañana se levantaría a las siete o así. Así debería de ser según sus costumbres y mis anotaciones. Pero una tarde no hace mucho le sonó el teléfono después de doce meses, encendió la lamparita de la mesa, y la voz le susurró que lo iba matar, que se fuese preparando. Supongo que no lo pudo soportar, que se creía libre después de todo este tiempo sin llamadas. Cuando se tiró por la ventana tenía la cara desencajada y gritaba como un loco “¡Prepárate tú, prepárate tú!”.
Ahora paso el tiempo repasando mis archivadores y me he sorprendido a mi mismo mas de una vez esperando a que se encienda la luz de su cocina, o paseando alrededor de su parada de metro. A veces se me olvida que ya no está y busco en mis apuntes antiguos retrasos que me ayuden a encontrarlo. Le echo de menos, lo reconozco, y no puedo entender que me hiciera esto, porque he comprobado, una y mil veces, que no le funcionaba el teléfono desde hacía semanas.

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