21 febrero 2005

Asesina a sueldo

En la esquina de la habitación hay un pequeño altar con velas encendidas, imágenes y santos. Rostros piadosos, caras angelicales, vírgenes con mantos dorados y niños en los brazos. Las llamas de las velas hacen bailar las sombras por las paredes de la sala en penumbra. Las ventanas y puertas cerradas encierran un aire antiguo y oscuro, lleno de olores intensos, espesos, casi líquidos.
El sudor resbala por el cuello de la joven y moja su pelo largo y negro, mientras repite con los ojos entrecerrados oraciones en idiomas olvidados, moviendo imperceptiblemente la cabeza hacia delante y hacia atrás. Está de rodillas en el suelo, con los pies descalzos y las manos en el regazo sujetando una fotografía. Las pulseras de piedras azules de sus muñecas, los anillos de cristal en los dedos delgados, la cadena de oro blanco con el símbolo colgado, reflejan la luz débil y bailarina de las velas y acompañan el ritmo del rezo, de la invocación, del conjuro.
El hombre de la fotografía pasea hasta su coche, después del día de trabajo. Tiene calor aunque en la calle ya hace frío. Se siente tan cansado como si hubiese estado corriendo dos horas. Se tambalea mientras intenta sujetarse a la pared. Cae al suelo, con las llaves del coche en la mano, de espaldas. Nota que le falta el aire, que se le hiela el corazón. Sólo oye un zumbido, monótono, formado por palabras extrañas, que cada vez es más fuerte, que se le mete por dentro, parándolo todo, rompiéndolo todo.
La joven abre los ojos completamente, mostrando a la oscuridad su brillo gris, y deja de rezar. Acaricia el símbolo que cuelga de su cuello. Se pone de pie lentamente, con el flequillo sudado enmarañado en la frente. Se acerca al altar y coge el sobre con el dinero. Lo cuenta despacio. Sopla las velas una a una y la habitación se va quedando a oscuras, mientras ella aprieta el sobre con fuerza, intentando olvidar el remordimiento.

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