08 marzo 2005

Los reflejos de la tarde

Caminaba despacio por el paseo. Las manos en los bolsillos del abrigo jugueteaban con el llavero del coche. Disfrutaba del sol de la tarde, de las figuras que formaban las sombras alargadas de árboles en el suelo, del olor a primavera que llegaba de las flores del boulevard. El buen humor que sentía al salir de la oficina hacía agradable y familiar el ajetreo de la gente, y que los colores amarillos y naranjas del atardecer brillaran por encima del ruido de los coches. Se recreaba en la idea de llegar a casa y cenar con ella. Era el momento que mas le gustaba del día.
Sonó la horrible musiquilla que le había puesto al móvil, y que era incapaz de cambiar al anónimo y monótono pitido de antes. La voz de ella, alegre y cantarina como siempre, le explicó que no vendría a cenar, que estaba en casa de su amiga Fiorella, que tenían que hablar de sus cosas, le mandó besos y le dijo que le quería. Siguió andando, pensando en otras alternativas para la noche. No le molestaba que ella cenara fuera. Le gustaba verla contenta.
Unos niños le adelantaron corriendo mientras su madre los perseguía con una niña de la mano. Vería un rato la televisión y después seguiría con el libro que estaba leyendo hasta que ella llegara. Se paró en el paso de cebra del final de paseo. La madre había gritado enfadada y los crios se quedaron clavados en el borde de la acera esperándola. Los coches pasaban rápidos reflejando en sus parabrisas el sol que se colaban entre los edificios. Con lo ojos entrecerrados le pareció ver a Fiorella durante un instante luminoso detrás del volante de su coche azul.
El semáforo se puso verde y cruzó la calle. Las sombras de la tarde ya no le parecían interesantes. Se subió el cuello del abrigo y cogido de la mano de la duda siguió andando hacia casa.

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