17 agosto 2006

Negro. Poema póstumo

Extraído del número 127 de la revista literaria Ecos de Papel. Este número se dedicó íntegramente, como homenaje póstumo, a la obra del poeta y escritor Antonio Lamos. (1915-1974). Recientes investigaciones ponen en duda la veracidad del artículo de Osano, aunque reconocidos críticos como A. Valentin y Jorge Reina afirman todavía lo contrario e incluyen “Negro” en la recopilación de poemas editada recientemente por Cross Ediciones.

Quiero dejar claro desde el principio que nunca fui un gran amigo de Antonio Lamos, aunque sí un ferviente admirador de su obra y de su elogiada trayectoria literaria. He leído con verdadero placer espiritual e intelectual toda su poesía y puedo decir con sinceridad que algunos de sus poemas han logrado transformar mi alma, mostrándome las partes más escondidas y sutiles de mí mismo. Es éste quizás el mayor halago que se le puede hacer a un poeta, sobre todo viniendo de alguien alejado de los círculos literarios, mas allá de todos los premios que recibió, de la fama y el reconocimiento público, de su hueco eterno y dorado en las bibliotecas de todo el mundo.
No es mi propósito el ensalzar la obra de nuestro admirado poeta muerto, ni explicarla, ni analizarla, simplemente quiero relatar las últimas horas que pasé con Antonio Lamos pocos días antes de su trágica muerte, y hacer público el que seguramente fue su último poema, que tuve la triste suerte de discutir con él, durante un agradable paseo, entre frases amables y algunos signos evidentes de su senil locura.
Fue la casualidad la que me trajo el inesperado encuentro con el maestro. Pasó a mi lado caminando ensimismado y me costó reconocerlo al principio, en parte por el tiempo que hacía que no lo veía en persona y en parte por su repentino envejecimiento, tan lejano de las fotos de las contraportadas de sus libros. Al acercarme y llamarle por su nombre me di cuenta de que iba murmurando en voz baja y de que no me reconocía en absoluto. Me presenté, le recordé nuestro breve encuentro hace unos años, le expliqué que le admiraba, que me alegraba de saludarle. Parecía confuso, se metió las manos en los bolsillos de su abrigo, miró a la acera, luego levantó la cabeza hacia las farolas que empezaban a encenderse. Me decidí a preguntarle dónde iba y me explicó que buscaba entre las calles al atardecer la sensación de inquietud que sentía de niño al volver a casa, una mezcla de miedo a llegar tarde, de melancolía por dejar los juegos con los amigos y de optimismo ante la cena que esperaba en la cocina.
No supe que responder, y como él comenzó a andar me coloqué a su lado, casi tocándolo, dejando que se apoyara un poco en mi brazo y caminé junto a él. Le pregunté por su trabajo, por sus proyectos futuros y al escucharme decir la palabra poesía asintió como un autómata, y se sacó un papel doblado del bolsillo. Me lo entregó sin mirarme mientras caminábamos, y escrito a mano, centrado en la cuartilla, encontré el siguiente poema:

NEGRO
Cae el tiempo en un remolino,
que arrastra el azul de la tristeza que olvidó
y lo mezcla con el verde de su espera,
con el rojo que anhela.
Todos los colores los une el tiempo,
y mueren en el negro.

No puedo decir que me no me sorprendieran estas formas casi infantiles, estos juegos de principiante, pero aun así se podía reconocer su estilo, su ritmo, ese marcar sin dar que tanto han discutido sus seguidores. Mientras seguíamos paseando me explicó que llevaba unos días dudando ante el poema, que cuando lo escribió le pareció interesante mezclar la vida y la muerte con los colores, en una paleta que sería el tiempo, pero que todo salió en tercera persona y ahora le parecía falso, alejado de lo que de verdad quería decir y que por ello, se planteaba ahora cambiarlo y dejarlo así:

Cae mi vida en un remolino,
que arrastra el azul de la tristeza que olvidé
y lo mezcla con el verde de mi espera,
con el rojo que anhelé.
Todos los colores los une el tiempo,
en el negro,
y yo muero
.

No me lo enseñó escrito, pero lo recitó varias veces y lo memoricé. Otra vez me quedé sin palabras y en ese momento él se detuvo ante un portal y se despidió guardándose el papel en el bolsillo. Lo observé subiendo despacio las escaleras en penumbra, agarrándose al pasamanos de madera, y lo dejé allí sin saber que esa no era su casa.

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