07 abril 2008

1000 lugares que olvidar

Fragmento del libro de viajes “1000 lugares que olvidar”, de autor anónimo, que sirvió de guía por Europa al escritor Roque Sandoval en sus viajes entre los años 2003 y 2004 y que le condujo a una muerte temprana y solitaria. Rescatado por el Dr. Cross de los archivos de la Biblioteca Nacional.


Se llega al local caminando en solitario, sin rumbo, y casi sin dinero entre las casas viejas cercanas al puerto. El viajero lo encontrará abierto casi siempre, pero para disfrutarlo en toda su plenitud es recomendable visitarlo a la hora en que todo el mundo tiene algo que hacer o a alguien que le espera. Es imposible confundirse porque es el único de la calle que tiene un perdedor sentado en cada taburete de la barra metálica. Los tubos fluorescentes del techo empapan el humo de una luz amarillenta, húmeda, y mortecina, que resbala por el ambiente sin fuerzas para llegar al suelo de losas grises lleno de servilletas, colillas apuradas y serrín. Un pequeño murmullo, hecho de silencios solitarios, vasos viejos observados con desgana y vidas aparcadas le da la bienvenida al visitante, que siempre encuentra un lugar en la barra o en las mesas pequeñas apoyadas en la pared.

Cualquier sitio le brindará al viajero la oportunidad de saberse ignorado en el fondo, pero quizás el mejor sitio para percibir la extrema sordidez del lugar se encuentre justo al lado de la puerta color amarillo hepático del pestoso retrete, junto al viejo del jersey marrón, que cree que bebe para aliviar la pena de su viudez. Desde allí podrá contemplar al camarero invisible y pálido, con el pelo canoso y su eterna camisa blanca y pantalón negro churretoso, secando con un trapo los vasos rayados, sirviendo el café con coñac, la cerveza en caña y el güisqui con un solo hielo, al que todos llaman jefe y que en realidad se llama Arturo Vazquez Buendía, que mató de una paliza a su mujer hace mas de veinte años, la enterró, la olvidó y desde entonces no sirve mas comida que la que viene en latas. Si tiene paciencia, el joven de pelo castaño y manos temblorosas que se sienta en la mesa al lado de la entrada, se acercará, le invitará a una cerveza y con los ojos llorosos le contará cómo le rechazó su amada, cómo lo despreció y le abandonó, cómo lo engañó con otros, y si es un oyente atento y perspicaz entenderá que el joven estaba en realidad enamorado del hermano de ella y que por eso tuvo la joven que marchar del pueblo avergonzada. También podrá oír los aires de grandeza de un antiguo abogado, que le detallará utilizando palabras grandilocuentes e inadecuadas la estafa que sufrió y le arruinó, y sus planes secretos e inminentes para vengarse, justo antes de solicitar su colaboración económica o una invitación a ginebra.

No se asombre cuando se rompa un vaso y brinden casi todos los viejos por la buena suerte en un tono grave, arrastrado y rápido que recuerda a las beatas rezando el Ave Maria, ni termine de creerse del todo la historia que le contarán cuando parpadeen los tubos fluorescentes del techo al entrar alguna mujer al bar sobre el niño de diez años que se suicidó en el almacén, ya que al parecer tenía al menos trece.

Podría el viajero, al observar las miradas vacías y turbias de los clientes, al conocer sus historias evidentes de fracaso, en este marco portuario, descolorido y decadente, confundirse y creerse al principio de una poética historia, con personajes heroicos paseando por el fondo de sus vidas, a punto de remontar el vuelo hacia tiempos de gloria, forjando su espíritu con la necesaria dosis de derrota para alcanzar la mas grande victoria, pero no sería mas que el espejismo que provoca el optimismo que acompaña siempre al viajero que busca lugares nuevos, porque lo cierto es que estará contemplando el lugar que hay justo mas allá del final de una vida desperdiciada.”

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