29 mayo 2005

La vela

Fuera hace frío y está nublado. Se intuye el mal tiempo en la poca fuerza con la que entran los rayos de sol a través de los cristales translúcidos que dan a la galería. Un tubo fluorescente de neón ilumina la cocina, reflejando en el suelo de plaquetas verdes y negras su luz blanca y artificial. Hay una radio antigua encima del frigorífico y se escucha un programa matinal, a bajo volumen, como sonido de fondo a los ruidos cotidianos del agua cayendo en el fregadero, los platos entrechocando al ser lavados, secados, y guardados, la lavadora vibrando llena de ropa en el cuarto contiguo, y un canario que de vez en cuando canta en su jaula colgada en la pared azulejos.
Todavía queda olor a café del desayuno, aunque se va difuminando en el vapor de la olla recién puesta a hervir con verduras y sal. En una esquina de la cocina, donde la encimera se une a la pared, una vela encendida parpadea dentro de un vaso de cristal.
Unas manos blancas, algo gastadas por la edad y el trabajo casero, pelan patatas y trocean carne con habilidad y esmero. A la dueña de las manos le suda un poco la frente, por el calor de la cazuela, y se lo seca con el antebrazo, sin soltar el pequeño cuchillo que utiliza, mientras parece pensar en otra cosa. De vez en cuando desvía la mirada un instante hacia la vela, mirándola casi de reojo, solo intuyendo su luz bailarina y débil.
Sigue cocinando mientras transcurre la mañana. Canturrea un poco mientras pasa un trapo mojado por la mesa limpiando los restos de comida. Arregla el frutero con naranjas y manzanas. Se seca las manos húmedas en el delantal y baja a comprar el pan. Recoge la ropa de la lavadora y la tiende en el patio de luces. Al entrar de nuevo a la cocina, mira la vela encendida y se le pierde la mirada entre una imperceptible sonrisa.
Mientras, Cully abre la puerta de su casa vacía y oscura, a muchos kilómetros de distancia en otro país, y se tira derrotado en la cama deshecha, sin quitarse la ropa, agotado. Cierra los ojos, a un paso de dejarse vencer por la soledad y la tristeza. Sólo el recuerdo de una pequeña luz, escondida en un vaso de cristal, que sabe seguro encendida para él, le evita llorar a oscuras en la madrugada.

25 mayo 2005

Diario de viaje

Extracto del Diario de Viaje de Cross, archivado en la Biblioteca Nacional y en el que describe sus viajes entre 3124 y 3164 de la segunda era. Clasificado como documentación histórica.

Etapa 643

Hoy he llegado a Sllypko, capital de la provincia de Sunk. He preferido hacer este trayecto andando, disfrutando del buen tiempo y del extraño paisaje de las montañas de cristal. Es una vista algo desoladora, esta inmensa llanura de césped verde que se pierde en el horizonte, sólo roto por estas enormes estructuras de cristal azul, como enormes bolas de gelatina aplastadas contra el suelo. El cristal es transparente y redondeado, suave al tacto y frío. A veces el camino pasa por encima del cristal enterrado y aplanado en el suelo. Es como andar por un mar azul transparente y si miras abajo se ve la tierra del fondo. Hacía varios días que no pasaba tantas horas solo, sin compañía ni guía. Me ha dado tiempo a pensar sobre cómo afrontar la peligrosa ruta por Nooder, donde al fin me reuniré otra vez con Enna. Me gustaría aclarar las circunstancias en las que murió Dont y ella es la única persona que me puede ayudar. Unos pocos kilómetros antes de llegara Sllypko me ha sucedido algo extraño. En el cruce de mi camino con el que va a Yert, me he encontrado con un pequeño bar excavado en el suelo, como es habitual aquí. Sólo sobresalían la puerta de acero y las máquinas expendedoras a su lado. Me he parado a cargar mi portátil de bolsillo y entonces ha salido una mujer del bar que me ha saludado llamándome por mi nombre. Tendría unos cincuenta años, llevaba uniforme de camarera y el pelo recogido en una cola. Me ha besado afectuosamente y se ha interesado por mi lesión de rodilla ya recuperada. Cuando ha notado que no la reconocía ha disimulado un gesto de tristeza y me ha dicho que siempre le digo lo mismo. Se ha despedido diciéndome que abajo tenía comida caliente, y que estaba invitado. He continuado hasta la ciudad y ahora estoy en el hotel. Voy a pasar unos días aquí mientras espero a que me llegue la parte de mi equipaje que me envíe por correo. Aprovecharé para ordenar y clasificar las fotografías holográficas, e intentar ponerme en contacto con Order. He dejado de comunicarme con él por seguridad, pero ahora tengo que pedirle un favor. Espero que recuerde que aun está en deuda con nosotros.

20 mayo 2005

Garabato

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Garabato es una escultura de dp
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Bruno no duerme bien últimamente. Se despierta constantemente, agitado, nervioso, con un sentimiento de desasosiego lo suficientemente grande para incomodarle en el sueño, pero no tan fuerte como para hacerle desistir y levantarse. Así, dando vueltas en la cama, medio dormido y confuso, pasa las horas a oscuras, sin saber qué es lo que sueña que no lo deja dormir.
Nallua escucha música por la noche con una radio pequeña que le regaló su hermana para que le hiciera compañía, cuando se vino a vivir a la ciudad. Sintoniza una emisora local que pone canciones antiguas, de las que sonaban con orquesta. Entonces cierra los ojos y se imagina cantando y bailando, con un vestido largo de color azul, bajo la mirada de todos esos músicos de smoking y de un público de modales antiguos que aplaude educadamente.
Harper teclea en su ordenador, acompañando a la madrugada y esquivando el sueño inquieto de su mujer. Se tiene que llevar trabajo a casa y tres noches por semana le roba a su vida unas horas de sueño. A veces, cuando ya no puede más, se asoma a la ventana sin abrirla y contempla las luces apagadas del edificio de enfrente, tratando de no pensar en nada y con ganas de llorar.
Cristin siempre ordena la ropa que se va a poner al día siguiente justo antes de acostarse. La deja doblada o en perchas en una silla al lado de la cama. Duerme con la puerta de su habitación cerrada y cuando se despierta por la noche, mira el reloj digital de la mesilla y calcula la hora que es en otros países. Imagina situaciones cotidianas en otras lenguas, cosas que están ocurriendo justo en ese mismo momento, mientras ella juega a que tiene los ojos cerrados cuando los deja abiertos.
Bruno, Nallua, Harper y Cristin no viven cerca unos de otros, pero si en la misma gran ciudad. No se conocen de nada y ni siquiera pueden imaginar que han coincidido tres veces en el último año, en el mismo lugar y en el mismo instante. Una gasolinera, la puerta de unos grandes almacenes especializados en deportes y mientras esperaban a que se pusiera verde un semáforo de peatones.
Si conociesen esa coincidencia, esa probabilidad ínfima cumplida, quizás sentirían que sus vidas son como garabatos irregulares pintados en un folio, que se cruzan y a veces se mezclan, que forman figuras sin sentido, que emborronan el papel o lo llenan de color, que son líneas rectas que unidas dibujan curvas.

16 mayo 2005

El diamante Rusbury. (El tesoro del faro II)

Sharock, apoyado en la barandilla del barco, contemplaba las luces amarillentas del puerto en el horizonte. Fumaba y pensaba, tenso, soportando el aire frío de la noche en el mar, escudriñando concentrado la costa, olfateando el peligro inminente.
Cuando dos meses atrás aceptó el encargo de trasladar el diamante Rusbury desde Londres hasta Lisboa, optó por lo que él llamaba el “Método del Humo”. Pocos hombres, de confianza, en un barco de pasajeros en viaje regular. A la misma vez, se colocaba un señuelo dentro de una caja fuerte fuertemente custodiada y se solicitaba a las autoridades su colaboración en la protección, fletando un barco especial para trasladar la réplica. Las filtraciones de la policía colocaban a todos los posibles interesados tras la pista del diamante falso, mientras Sharock y sus hombres viajaban discretamente con la joya auténtica. Hasta ahora la cortina de humo había funcionado perfectamente.
Faltaban apenas unos minutos para llegar al puerto. El barco lento y pesado aplastaba las olas en dirección al muelle. Las estrellas observaban la maniobra con parsimonia y en la cubierta se empezaban a agolpar pasajeros, deseosos de pisar tierra firme.
Cuando los marineros colocaban la escala, el piloto se permitió hacer sonar la sirena en señal de despedida a los viajeros. Los mozos, adormilados y sucios, se apiñaban debajo de la baranda, esperando el desembarco.
Sharock sentía latir su corazón contra la pequeña caja de madera que guardaba el diamante. Bajó por la escalerilla con naturalidad, agarrando una pequeña maleta, con dos de sus hombres un poco más adelantados y otro detrás. Notaba el peso del revolver en el bolsillo exterior de la chaqueta.
Ya en el muelle, caminó hacia la zona de aduanas, donde un contacto los dejaría pasar sin tener que detenerse a rellenar formularios. Todo parecía ir según lo previsto. Entre los fardos de mercancías, moviéndose con seguridad, observó las sombras de sus hombres dirigiéndose al mismo lugar.
Justo cuando empezó a tranquilizarse, cuando se permitió pensar en la cama mullida del hotel, cuando dedicó un instante a observar la belleza del puerto iluminado en la noche, justo en ese momento, sintió el disparo en el pecho.
Cayó al suelo de espaldas y rodó buscando refugio en la oscuridad. Sonaron muchos disparos más y ráfagas de ametralladora. Distinguía perfectamente el sonido recio y fuerte de las escopetas que sus hombres escondían. Un balazo rebotó en el suelo cerca de su cabeza. Sentía como ardía su pecho. Oía voces y gritos, pero no podía entender nada. Notó como lo agarraban de las axilas y lo arrastraban hacia atrás. Pensó en sacar su arma, en defenderse, en proteger el tesoro que guardaba en su abrigo. Un rostro moreno y asustado le hablaba muy cerca de su cara. Sharock cerró los ojos y se dejó vencer por el cansancio, soñando con la cama del hotel, mientras unas manos nerviosas le registraban los bolsillos.
El joven maletero que trataba de ayudar a Sharock nunca había visto un hombre muerto. Sentía el miedo removerse en su estómago como un animal herido. Buscó entre las ropas de Sharock una pistola con la que defenderse en medio del tiroteo y encontró la cajita de madera con el diamante Rusbury.
Con el sonido de fondo de los disparos y el pánico agitándole las manos, Lunciano abrió la caja y vio brillar una estrella dentro de ella. Durante unos segundos se olvidó de todo, envueltos sus sentidos por el brillo de la luna y el reflejo de la muerte en la piedra. Después, se guardó con cuidado la caja, salió corriendo del muelle, y no dejó de huir nunca.





10 mayo 2005

El espejo roto

Ohnel dejó sus gafas y el libro que leía encima de la mesa y se levantó del sillón. En pijama y descalzo caminó por el pasillo de su casa hacia la cocina. Le agradaba el contacto del suelo frío de madera con sus pies desnudos y el leve crujido de ésta al pisar. Llenó un vaso de agua y lo bebió de un trago. Volvió a llenarlo y con él en la mano se dirigió de nuevo al salón. Le dio al vaso un pequeño sorbo sin dejar de andar, ensimismado en la historia que había estado leyendo. Al llegar al final del pasillo se quedó parado, extrañado, mirando el espejo de medio cuerpo en el que se solía mirar antes de salir, cuando se ajustaba el nudo de la corbata.
El espejo reflejaba el pasillo vacío, en penumbra. La pintura clara y lisa de las paredes, las estanterías con los libros apilados, la puerta de la calle cerrada y robusta al fondo, el paragüero y el perchero desnudo en primavera. Estaba todo reflejado excepto Ohnel.
Movió la mano que tenía libre lentamente, extasiado, sin poder apartar la mirada del reflejo del pasillo. Contempló petrificado su no presencia, su inexistencia. Por un momento se sintió sin cuerpo, flotando en el desconcierto, dudando de la realidad reflejada. Cerró los ojos e intentó sentir el frescor del suelo en la planta de sus pies sin conseguirlo. El vaso se le resbaló entre los dedos sudados y cayó al suelo. Le pareció ver cómo se estrellaba a cámara lenta contra la madera, llenando el aire de ruido y pequeños reflejos de cristal.
Respiraba agitadamente. Levantó la mirada del suelo y contempló en el espejo su cara pálida y su frente sudada. La mano que sostenía el vaso estaba todavía elevada, inútil ya. Le pareció notar un pequeño zumbido y un leve parpadeo en su imagen ahora devuelta y reflejada. Movió las dos manos a la vez, con el resto del cuerpo inmóvil y agarrotado, y todo parecía haber vuelto al orden.
Lentamente regresó a la cocina a coger una escoba para limpiar los cristales rotos. Mientras barría, todavía agitado, no podía dejar de pensar en si era el espejo el que había dejado de reflejarlo unos segundos o si, tal vez, había sido él el que había dejado de existir unos instantes.




05 mayo 2005

Diario de un divorciado

Posteado por Osano el día 05/05/2555 en el blog “Diario de un Divorciado”, premiado por BlogWorld en su última edición.

Este fin de semana me tocaba quedarme con Venie y la verdad es que lo estaba deseando. Durante la semana lo he comentado en el trabajo y Rarsky, el hombre feliz de mantenimiento, me sugirió que la llevara al Nuevo Parque Zoológico. Según me dijo, él había estado allí con sus niños y disfrutaron mucho todo el día, y además resulta relativamente barato, asunto importante para mi en estos momentos.
Venie no parecía muy entusiasmada con la idea y se pasó todo el camino jugando con el aparatito que llevan ahora todos los críos y hablando con las amigas con el telemovíl. No sé cómo una niña de siete años puede tener tanta vida social.
Ya en el parque la chantajeé para que apagara el telemóvil y paseamos viendo los animales y las plantas. Es increíble lo que están haciendo con la genética.
Venie miraba con los ojos como platos la manada de caballos enanos multicolores. Los había a cientos y todos preciosos en verde fosforito, rosa chillón, azules, verdes, en fin, de todos los colores imaginables. A mi hija no le entraba en la cabeza que antes sólo los hubiera blancos, negros y en distintos tonos de marrón. Tuve que enseñarle las fotos del libro de recuerdo para que me creyese. No se qué es lo que les enseñan en el colegio.
Luego entramos en el jardín de las flores gigantes. La mayoría eran igual de altas que yo pero había algunas tan grandes como un edificio de tres plantas. Venie corría entre ellas, y saqué algunas fotos estupendas. Al salir, tenían un puesto donde los niños pueden fabricar pequeñas flores con los colores y olores que prefieran. Sólo costaba treinta euros y en veinte minutos, con lo del Crecimiento Acelerado Controlado, tienen una flor del tamaño de mi cabeza en los colores más extraños que un niño pueda imaginar. La de Venie olía a regaliz y era como a topos blancos y verdes. Yo se la enseñaría a su sicóloga a ver qué opina, pero seguro que su madre me monta otra bronca por “meterme donde no me llaman”.
Después de comer vimos elefantes con fotografías estampadas en la piel. No es que se las hubiesen pintado sino que sus pieles eran así, con imágenes de famosos y de monumentos. Caminamos por el Jardín de los Tiempos y pudimos contemplar cómo era la fauna y la flora hace un par de siglos. La verdad es que no me extraña que desaparecieran casi todos con lo de la lluvia ácida y el ozono. Si no llega a ser por gente como la del zoológico sólo quedarían los que sirven para comer o domesticar. Un poco deprimente.
Al final, cuando volvíamos ya para casa, le compré a Venie un caracol con una fotografía nuestra como concha. Le gustó mucho y nos fuimos contentos. Me encanta cuando ríe de forma espontánea. Es lo mejor que he hecho en mi vida y sólo puedo verla dos días al mes.
Bueno, lo dejo que ya me estoy poniendo triste otra vez.

02 mayo 2005

El tesoro del faro

Hay un faro antiguo y abandonado que se levanta perpendicular al horizonte azul del mar, que ya no guía a los marineros en las noches de viento, lluvia y miedo. Se llega a él por un camino estrecho y mal asfaltado que zigzaguea por la costa rocosa, esquivando los acantilados, al filo de vacíos llenos de vértigo y espuma blanca. Tiene la puerta abierta, forzada, y ya no queda en su interior mas que una escalera de caracol oxidada que lleva a la plataforma de arriba, a punto de caerse, podrida y peligrosa.
Dos árboles pequeños y arrugados luchan contra el viento al final del camino, como dando la bienvenida al que llega, pero hay semanas enteras en las que no sube ninguna persona allí.
Lunciano sabía lo solitario y abandonado del faro incluso cuando todavía iluminaba el mar y en las noches oscuras era cuestión de vida o muerte que su luz no se apagara. Por eso mismo, una noche cuando era mucho mas joven condujo hasta allí, se apoyó en la puerta entonces cerrada y contó veinte pasos en dirección al mar. Cavó en el suelo mientras el automatizado haz de luz blanca marcaba las señales de peligro y prudencia. Enterró una caja de madera pequeña, con las manos temblorosas y el cuerpo sudado por el esfuerzo. Pensaba volver a por ella pronto, cuando el miedo pasara y nadie sospechara de él.
Después Lunciano pasó entre los dos árboles, alejándose del faro y recorrió el camino de vuelta con la cabeza aturdida por lo que le había pasado en las últimas horas, dispuesto a dejar pasar unos días que se convirtieron en meses.
Nunca volvió al faro, temiendo siempre la venganza de los que habían sido robados, asustado por el valor de lo contenido en la caja, sin saber qué hacer con él.
Lunciano murió de viejo en una ciudad sin mar, en el cuarto en el que había vivido los últimos veinte años de su vida, sin más compañía que una televisión y la miseria. Su casero tuvo que emplearse a fondo para sacar los papeles y la basura que el viejo había ido acumulando. No pudo evitar un estremecimiento al contemplar todos esos cuadros y bocetos, en tristes colores azules y rojos violentos, dispersados por toda la habitación, por las paredes, en el suelo, en la mesa, todos con el mismo paisaje de un faro y dos árboles en un acantilado.

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