El señor Hielo
Tristán me miraba a los ojos mientras hablaba. Movía sus manos y ladeaba un poco la cabeza, apuntándome con su barbilla. A veces me señalaba con el dedo, para subrayar sus amenazas. Hablaba en voz baja, casi susurrando y subiendo el tono al acabar las frases. Yo le mantenía la mirada y asentía con la cabeza, sin dejar de sonreír. Intentaba concentrarme en sus palabras, pero no podía dejar de mirar los dibujos sicodélicos de su corbata verdosa. Había que tener valor para ponerse una corbata así a su edad. O eso o muy poco gusto. No conjuntaba en absoluto con el traje gris ni la camisa blanca. No era un traje muy bueno, pero si lo bastante como para merecerse una corbata mas discreta y elegante. Igual que la camisa, a la que se le notaban algo ajados los cuellos, desgastados por el uso o el exceso de lavados.
Seguía hablando contándome la historia de su padre borracho que lo apaleaba cuando yo todavía no había nacido, el navajazo que le dieron en la tripa la primera vez que lo violaron en el reformatorio, se tocaba la nariz partida en mil peleas, me explicaba cada cicatriz de su cara, y así iba haciendo el recuento de los tipos a los que había machacado, de las situaciones a las que había sobrevivido.
Le sudaba un poco la frente y se mojaba con la lengua sus labios resecos por el discurso. Me fijé en que tenía una dentadura casi perfecta y me puse a pensar en lo que le habría costado reconstruir todos esos dientes mal cuidados y tantas veces golpeados. Estaba claro que Tristán, a pesar de todo, era algo presumido y coqueto, aunque no tenía buen gusto para las corbatas.
Seguí asintiendo, intentando concentrar mis pensamientos en lo que decía. Estaba elevando la voz y diciéndome “...y crees que un mierda como tú va a venir a mi casa a acojonarme… a los tíos como tú me los como crudos…”. La cara se le desencajaba un poco y me colocaba el dedo con el anillo de oro a un palmo de mi nariz.
Es lo que tenía Tristán, que perdía las formas, los modales, y además estaba mucho más viejo de lo que él se creía. Llevábamos al menos veinte minutos hablando y no había dejado de amenazarme en todo el tiempo, con su estúpida corbata verde y todas esas historias para no dormir.
Le dije que sí con la cabeza y sonreí un poco más. Alargué mi mano derecha, cogí el dedo del anillo y se lo retorcí hasta partirlo, mientras que con la mi puño izquierdo le golpeaba en la cara con todas mis fuerzas. La verdad es que soportó mucho mejor de lo que me esperaba el puñetazo y el dedo roto. Lo de luego también.
Al salir del edificio camino del coche, alisándome la chaqueta y retocándome el peinado, no pude dejar de pensar en el anciano agonizante y derrotado que quedaba tres pisos mas arriba, en cómo me insultaba mientras lo apaleaba, en su mirada oscura llena de odio, en sus súplicas y lloros al final, y me alegré de ser un hombre sin sentimientos mientras me dirigía a cumplir con el siguiente encargo
Seguía hablando contándome la historia de su padre borracho que lo apaleaba cuando yo todavía no había nacido, el navajazo que le dieron en la tripa la primera vez que lo violaron en el reformatorio, se tocaba la nariz partida en mil peleas, me explicaba cada cicatriz de su cara, y así iba haciendo el recuento de los tipos a los que había machacado, de las situaciones a las que había sobrevivido.
Le sudaba un poco la frente y se mojaba con la lengua sus labios resecos por el discurso. Me fijé en que tenía una dentadura casi perfecta y me puse a pensar en lo que le habría costado reconstruir todos esos dientes mal cuidados y tantas veces golpeados. Estaba claro que Tristán, a pesar de todo, era algo presumido y coqueto, aunque no tenía buen gusto para las corbatas.
Seguí asintiendo, intentando concentrar mis pensamientos en lo que decía. Estaba elevando la voz y diciéndome “...y crees que un mierda como tú va a venir a mi casa a acojonarme… a los tíos como tú me los como crudos…”. La cara se le desencajaba un poco y me colocaba el dedo con el anillo de oro a un palmo de mi nariz.
Es lo que tenía Tristán, que perdía las formas, los modales, y además estaba mucho más viejo de lo que él se creía. Llevábamos al menos veinte minutos hablando y no había dejado de amenazarme en todo el tiempo, con su estúpida corbata verde y todas esas historias para no dormir.
Le dije que sí con la cabeza y sonreí un poco más. Alargué mi mano derecha, cogí el dedo del anillo y se lo retorcí hasta partirlo, mientras que con la mi puño izquierdo le golpeaba en la cara con todas mis fuerzas. La verdad es que soportó mucho mejor de lo que me esperaba el puñetazo y el dedo roto. Lo de luego también.
Al salir del edificio camino del coche, alisándome la chaqueta y retocándome el peinado, no pude dejar de pensar en el anciano agonizante y derrotado que quedaba tres pisos mas arriba, en cómo me insultaba mientras lo apaleaba, en su mirada oscura llena de odio, en sus súplicas y lloros al final, y me alegré de ser un hombre sin sentimientos mientras me dirigía a cumplir con el siguiente encargo