25 abril 2005

Gotas de lluvia

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A veces, cuando estaba a punto de dormirse, intentaba recordar alguno de los cientos de rostros que había visto durante el día, y casi nunca podía. Por su ventanilla de vendedor de billetes en la estación de trenes pasaban miles de personas al mes, y él procuraba concentrarse en todos esos bustos que le hablaban fuerte para hacerse oír a través del cristal blindado, en medio del barullo del vestíbulo.
Se fijaba en sus ropas, en sus peinados, en sus arrugas, en sus gestos. Les entregaba los billetes e inventaba motivos para sus viajes, para sus prisas, y luego los olvidaba al momento, en cuanto llegaba otro viajero a la ventanilla.
Una mujer demasiado maquillada, un hombre repeinado con corbata, un chico con las patillas hasta la barbilla, una pareja que hablaba a la vez, un anciano con un jersey rosa, todos quedaban registrados durante un momento en su mente, mientras les buscaba una vida, y luego los borraba para dar paso al siguiente. Seguro que algunas caras se repetían, que había viajeros habituales que hacían los mismos trayectos y horarios una y otra vez, pero en cada ocasión les encontraba algo nuevo, distinto. Quizás una pausa mas larga de lo habitual entre dos frases, una sonrisa sin motivo, unas ojeras mas pronunciadas, y esto justificaba una nueva historia, un cambio en la vida que él les suponía.
Pasaba las horas así, viviendo miles de vidas que no eran suyas ni de nadie en realidad, confundiendo rostros distintos que se le aparecían cuando iba a dormir, viendo pasar caras desconocidas que le resultaban familiares, comparando gotas de lluvia en una tormenta de verano.

19 abril 2005

El señor Grobesohr

El Sr. Grobesohr observaba la calle a través del cristal de la puerta de su pequeña tienda de orejas de madera. Era una zona comercial, muy concurrida, llena de personas ajetreadas que entraban y salían de los comercios. El suyo era de lo más antiguos, con un bonito letrero azul que sobresalía de la fachada al estilo de las antiguas posadas. En su ordenado escaparate mostraba las orejas de madera mas demandadas últimamente. En el interior, en limpias vitrinas de cristal guardaba las piezas más elaboradas y en la trastienda, dentro de una caja fuerte camuflada, las más valiosas.
El Sr. Grobesohr pasaba últimamente mucho tiempo así, apoyado en el mostrador de cristal, con un dedo en el puente de sus gafas metálicas y la mirada perdida entre pensamientos cada vez mas extraños en él.
La tienda siempre había funcionado muy bien y las orejas de madera habían sido su pasión. Las mimaba, las clasificaba, las limpiaba, y las admiraba. Al principio eran de madera pero las modas fueron cambiando y ahora tenía de cualquier material, tamaño y color imaginable. Sus proveedores eran los mejores y todo el mundo sabía que si necesitaba una oreja de madera el local del Sr. Grobesohr era el adecuado, porque además de su extenso e inagotable catálogo, el Sr. Grobesohr era probablemente la persona en el mundo que más sabía de orejas de madera, por lo que no era extraño que recibiera pedidos del extranjero y que asesorara en su desconocido tema a los coleccionistas mas pudientes.
Toda esta pasión, todos estos conocimientos tan extensos y profundos, todas esas horas de estudios e investigación, junto a su caracter responsable al frente del negocio, habían colocado al Sr. Grobesohr en una posición económica muy desahogada y ocupado completamente sus cincuenta y tres años de vida y su rutina diaria. Por eso no se preocupaba si pasaban unos días sin que nadie entrara a la tienda. Aprovechaba para hacer el papeleo pendiente, ordenar pedidos y limpiar orejas, ya que nunca le gustó tener empleados.
Pero en los últimos meses se sentía extraño. Ahora prefería pasar las horas mirando a la calle, mientras un pensamiento, pequeño, escondido al principio, iba surgiendo, leyéndose entre líneas en las ideas que le iban y venían en la cabeza, y aunque el Sr. Grobesohr lo intentaba tapar con datos, despistar con tareas o ignorar con grandes dosis de fuerza de voluntad, este pensamiento crecía sin remedio, sin posibilidad de no ser tenido en cuenta y ocupando cada segundo en su cada vez mas atormentada mente.
Por fin, esa mañana, mientras observaba como descargaban unas cajas de un camión de fruta para el comercio de enfrente, el Sr. Grobesohr dejó pasar ese pensamiento, lo aceptó y lo toleró. Con un suspiro, cogió una hoja de papel e hizo un pequeño cartel en el que se leía “Vuelvo en 10 minutos". Lo colgó en la puerta y cruzó la calle camino de un jardín cercano donde había una pequeña terraza con mesas.
Mientras caminaba, el Sr. Grobesohr pensaba en que se acaba de dar cuenta de que las orejas de madera le resultaban terriblemente aburridas, y que quizás debía ir pensando en cambiar de negocio.

09 abril 2005

Sin palabras

Entró en el portal andando sin prisa. Se quedó parado, dudando si subir la escalera o no, mientras sus ojos se acostumbraban a la diferencia de luz entre la calle y el interior. Las sombras tomaron las formas familiares de los buzones metálicos verdes colgados de la pared y el armario con el cuadro eléctrico entreabierto, con el candado roto. El olor a madera antigua, humedad y comida lo saludó como un viejo amigo que le había esperado todos estos meses.
Respiró hondo y subió los primeros escalones sin encender la luz, arrastrando los dedos por la barandilla de madera desgastada y pulida. Asomó la cabeza por el hueco de la escalera que había bajado corriendo una noche, tirando de una maleta desordenada y de una bolsa llena de pena, tristeza y remordimientos. Sintió algo de frío y a la misma vez le sudaban las manos. Los tragaluces de los rellanos filtraban la luz de la calle, oscureciéndola, empapándola de lentitud y haciéndola vieja y amarilla.
Antes de llegar al tercer piso se volvió a parar. Por encima del murmullo doméstico de los demás portales sonaba el viejo piano de ella. Apoyó la espalda contra la pared y fue dejándose caer hasta sentarse en un escalón. La imaginó en el salón, con la puerta del balcón abierta y las cortinas recogidas detrás. Recordó el reflejo del sol sobre la madera negra, los dedos blancos de ella bailando sobre las teclas y su cara de concentración y placer. Se situó mentalmente detrás de ella, apoyado contra el marco de la puerta del salón como mil veces había hecho antes, cerró los ojos y añoró esos pedazos de felicidad que ahora le traían las notas del piano. Intentó guardar esa imagen que ahora evocaba, de su espalda recortada en el marco de la puerta del balcón, tocando el piano enfrente de la ventana, con el sol entrando en la habitación manchándolo todo de luz y alegría.
La música paró y el se puso de pie. Bajó los tres pisos sin detenerse, con prisa. Ahora sabía que ella no le esperaba, que ya no le necesitaba. Salió a la calle y empezó a andar, evitando pasar por debajo del balcón, sintiendo un nudo en el estómago, sin poder dejar de tararear la canción que ella tocaba siempre después de hacer el amor.

04 abril 2005

Una de gangsters

Le entregó al camarero otro billete y esperó a que le sirviera la tercera copa en media hora. Se removió en el taburete mientras se desabrochaba el botón del cuello de la camisa y se aflojaba el nudo de la corbata. Observaba su cara en el espejo de la columna que tenía al lado. Los ojos enrojecidos por el humo, el pelo algo despeinado y las mejillas sudadas por el alcohol. Contempló el vaso con hielo que le ponían delante y sonrió sin despegar los labios al camarero cuando hubo terminado de llenarlo. Bebió despacio y se echó un poco hacia atrás.
Miraba el reflejo de las pocas luces del local en las hebras de humo que salían de su cigarro y que bailaban variando su color entre tonos grises y azulados. Recordaba la conversación de hacía unas horas con el que hasta ahora había sido su hombre de confianza. Todo había sido como siempre. Los mismos saludos, las mismas frases hechas, las mismas complicidades. Pero entre las palabras y los gestos conocidos, una mancha gris, detrás de una mirada huidiza. Unos ojos que no te miran directamente y una sonrisa de medio lado mientras te aprietan amigablemente el hombro. Una carta marcada.
La mancha gris empezó a moverse en su cabeza como el humo que ascendía ahora de su cigarro y se fue haciendo grande y oscura. Se convirtió en un remolino de incertidumbres, de inseguridades, que empujaba su imaginación por oscuros caminos de traición. Mantuvo la misma cara, imperturbable, le siguió el juego, pero tomó nota de la mentira. Se despidió de él, como siempre, y luego, como un trámite que la amistad y los buenos ratos pasados le exigían, confirmó la traición.
Cuando le sonó el móvil que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta, le temblaron un poco las manos. Una voz seria y ronca le informó en poca palabras de que todo estaba bien. Volvió a beber despacio del vaso y no pudo evitar una oleada de tristeza recordando los buenos tiempos, cuando no estaba solo, y no tenía que brindar con su reflejo en un espejo.

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