29 enero 2005

Reflectante

Desde su atril observa las caras del público. Las cámaras se mueven alrededor suyo. Hay un silencio expectante en el plató. Se ajusta un poco la corbata y ordena los papeles inútiles de su discurso. Cuando el piloto rojo de su cámara se enciende, aclara un poco la garganta y con una sonrisa dice “Reflectantereflectantereflectante”, aunque en realidad quería decir “Buenas noches, idiotas”. El público estalla en carcajadas y aplausos. Suspira por lo bajo y sin perder la sonrisa continúa el discurso ”Reflectantereflectantereflectantereflectante”, mientras todos le miran embobados y felices y los índices de audiencia se disparan.


Todo había empezado hacía unos meses. Estaba por la tarde en casa después del trabajo, repasando el correo electrónico cuando se dio cuenta. Daba igual lo que tecleara porque sólo aparecía una palabra en pantalla del ordenador: “Reflectante”. Era una idiotez. Pensó que se le había metido un virus en el ordenador. Estuvo trasteando con el antivirus pero no se solucionaba. Decidió llamar por teléfono a un amigo con más conocimientos de informática que él. Se le puso la piel de gallina cuando al descolgar se oyó decir así mismo “Reflectantereflectante”. En realidad había querido decir “Hola, soy yo”, pero le había salido la polisílaba palabra. Pensó que se estaba obsesionado demasiado con el ordenador. Escuchó el “¿Qué?“de su amigo y contestó “Reflectante reflectantereflectante”. Miró el auricular como hipnotizado mientras el nerviosismo y la confusión le subían hasta el cerebro. Se había esforzado por decir “Tengo un virus en el ordenador”, pero había oído claramente, como repetía como un idiota en distintos tonos la palabreja. Volvió otra vez a gritar al teléfono que su ordenador estaba roto pero sólo se oyó, sobre el pitido del teléfono ya colgado, la repetición apresurada, ansiosa. de Reflectante reflectante reflectante reflectante.
Desde ese momento había intentado cantar, leer en voz alta, escribir a mano con un papel y un lápiz, pero el resultado siempre era el mismo Reflectante. Con letras temblorosas escritas a bolígrafo en varios tamaños, con grande alaridos dados mientras intentaba vocalizar otras sílabas, en rápidos y obsesionados susurros. Incluso cuando dejó caer la cabeza sobre el teclado del ordenador, desesperado y agotado, en la pantalla apareció como una maldición una sucesión de Reflectantes.
Su mujer llegó a casa tres horas después, y lo encontró acurrucado en un rincón del despacho donde tenía el ordenador. Repetía en voz baja la palabra, como un mantra misterioso y horrible que lo tuviera poseído. Intentó comunicarse con él, pero solo atinaba a balbucear “reflectante”, entre lágrimas y temblores. No hizo falta una ambulancia para llevarlo al hospital. Él se dejó llevar por ella. En realidad era lo que intentaba decirle “Me estoy volviendo loco… llévame a un médico… ¡Dios mío qué me está pasando!”.
Los médicos de urgencias lo sedaron y empezaron a hacerle pruebas. Las explicaciones del siquiatra en las primeras horas incluían frases como “crisis nerviosa ocasionada por un shock emocional”. Después el asunto se fue complicando. Los análisis y tests no detectaban ninguna anomalía en su cerebro y la medicación sólo conseguía dormirlo. No tenía ningún antecedente de trastornos mentales y tampoco en su familia. Varios sicólogos intentaron un diagnóstico pero no acertaban a descubrir la causa. Se empezaron a manejar expresiones como “manía obsesiva”, y “paranoia”. Habían pasado dos semanas y todo seguía como al principio.
Él, se sentía peor que nunca. Por una parte el medio físico a la enfermedad. La duda sobre si realmente estaba loco o no. Por otro lado, llevaba quince días sin poder comunicarse con nadie. No era capaz de decirle a su mujer que la quería, ni a los médicos que no lo durmieran más. Cuando se revolvía evitando la medicación lo sujetaban a la cama con correas. Esa falta de comunicación lo aterraba más que cualquier otra cosa. La soledad a la que se enfrentaba aparecía en sus pesadillas como una caída al vacío.
El tiempo pasaba y los médicos cada vez le prestaban menos atención. Su mujer estaba asumiendo su “invalidez mental”. Las enfermeras empezaban a hacer chascarrillos sobre él. Era el loco más gracioso de la planta. Sólo cuando alguien estaba en silencio a su lado, sin hablar, se sentía normal. Los gestos y las caricias eran su única forma de comunicarse y demostrar afecto. Sus intentos por aprender el lenguaje de los sordomudos fueron horribles, escalofriantes y lo sumieron en una depresión. Sólo consiguió gesticular las letras R-E-F-L-E-C-T-A-N-T-E, y en ese orden.
Fue entonces, en ese momento de desesperación, justo cuando estaba al borde del precipicio que separa el sinsentido de la razón, cuando empezó la verdadera locura.
Una de las enfermeras de su planta, la que más se reía de lo gracioso que era el paciente que sólo repetía Reflectantereflectante, salió una noche con sus amigas de fiesta y se tomó dos copas de más. En un bar con dos casadas, una divorciada, dos enfermeras solteras de treinta y cinco años, tres jarras de cerveza vacías y tres rondas de cubatas desperdigadas por la mesa, se partían de risa contando historias de maridos, ligues y pacientes locos que repetían palabras como borrachos. Tres días después, una de las casadas le contó la historia a su compañera de gimnasio, mientras intentaba liquidar los restos del alcohol que, según ella, hacían que no le entraran los pantalones. La compañera de gimnasio, se fue al cine con un exnovio al que hacía tiempo que no veía y con el que no tenía nada que hablar, así que le contó la historia del loco para evitar el embarazoso silencio que se había creado mientras hacían cola para comprar las entradas. El exnovio se fue a Madrid a ver a su hermano, que vivía con su compañero sentimental en la capital porque “no soportaba la presión de ser gay en una capital de provincia”. En la cena, para no hablar de la familia, contó que estaba intentando volver con su antigua novia y la pareja se ofreció a analizar la cita. La historia del hombre reflectante les hizo gracia, pero pronosticaron que ella no volvería con él y fallaron. El compañero sentimental trabajaba en la televisión local de su barrio, de redactor, aunque era chico para todo, y en un “brainstormin” para un nuevo programa propuso entrevistar al loco que repetía sólo una palabra y el caso es que un mes después de la juerga de la enfermera, un gay que estrenaba trabajo de reportero, y un cámara becario, entraron en la habitación del hospital de Murcia, decididos a entrevistar al demente, costase lo que costase.
Estaba solo, aburrido de leer y de ver la televisión. Le habían quitado prácticamente toda la medicación, y su tratamiento consistía en la visita de un psicólogo por la mañana y otro por la tarde. En realidad sabía que si no lo habían mandado ya a casa era porque su mujer les había dicho a los médicos que no se responsabilizaba de él. Ante la pregunta “¿Puedo hablar con usted?, es para la tele.”, se quedó un momento pensando. Al fin, asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano para que esperaran. Se estaba acostumbrando a no hablar. Se arreglo un poco el pelo delante del espejo, y les indicó con un gesto que salieran al pasillo. No quería que le grabaran en la habitación. Todavía sin entender muy bien de qué iba el asunto, se encontró con una batería de preguntas “¿Por qué has tomado la decisión de usar sólo la palabra REFLECTANTE?, ¿Tiene un significado especial para ti?, ¿Puedes elegir la palabra que vas a usar?”. No le gustaba mucho ni el tuteo del entrevistador ni las preguntas idiotas que le hacían, así que cuando los mandó a los dos a tomar por culo su Reflectantereflectantereflectante sonó de lo mas agresivo y cabreado. Esto sólo hizo animar a los aguerridos reporteros que siguieron preguntando, mientras él los insultaba y se volvía a su habitación.
Los cinco minutos de entrevista fueron un éxito en la televisión local. La gente se partía de risa. Un programa de una emisora nacional, con contenidos medidos al milímetro por la audiencia que generaban, vio brillar el filón se lanzó a explotarlo. Contactaron con él y le ofrecieron lo mismo que había estado ganando antes trabajando en un año, por otra entrevista. Consciente de que no tenía ningún futuro en su carrera profesional, de que su mujer hacía quince días que no venía a visitarlo y tres que no le cogía el teléfono, sopesó los pros y los contras y decidió coger el dinero, hacer la entrevista y marcharse del hospital. De todas formas estaba claro que lo suyo no era normal, y eso que nadie lo había visto todavía tocar un ordenador…
Lo sentaron detrás de una mesa de despacho, con su traje de ir al trabajo, y se dedicó durante treinta minutos a contestar a las preguntas del entrevistador. No eran mucho más inteligentes que las del compañero sentimental, pero pensando en el dinero, las contestó todas. Construía las frases en su cerebro y después hablaba. Hubo contestaciones de más de tres minutos seguidos de refectantereflectante.
Cuando unos días después emitieron la entrevista él ya no estaba en el hospital. Había vuelto a su casa donde los armarios revueltos sin la ropa de su mujer y una nota de despedida le enseñaron lo solo que estaba.
La gente se tragaba la entrevista de treinta minutos y se reían sin parar. Los invitados al debate no pudieron hablar de otra cosa. Unos decían que estaba loco, otros que era muy listo y que lo hacía por dinero. En otros debates de otros programas empezaron a llamarlo aprovechado, por querer reírse de la audiencia saliendo en la televisión y cobrando. No se hablaba de otra cosa. Había gente que llamaba indignada a los programas, porque se estaban riendo de un enfermo, personas a las que no había visto jamás en su vida inventaban historias sobre él y las contaban en directo por teléfono.
Acudió a muchos programas. En la calle la gente se saludaba y se despedía diciendo reflectante. Era la frase de moda. Se utilizaba para todo. En las tertulias matutinas, intentaron “acercarse a la persona, y conocer su verdadero interior”, en montones de entrevistas.
Ganaba dinero de una forma que nunca había imaginado. La canción de moda del verano, pachanguera y repetitiva tenía un estribillo que decía reflectantetantetante, que le reportaba enormes derechos de autor. Incluso firmó libros a lectores de 126 páginas de Reflectantes. Le salieron imitadores con otras palabras, como Catarsis o Paralelo, pero no fue difícil descubrir que mentían, que eran capaces de decir mas palabras.
Ahora era uno de los personajes mas queridos y conocidos del país. No había hecho ningún amigo en todo este tiempo. No había podido remediar la soledad de aquellos dias del hospital. Cuando podía hablar y comunicarse nadie le escuchaba y ahora que no decía nada era escuchado con devoción. El deporte nacional era interpretar sus reflectantes. Todos intuían que decía lo que ellos querían decir, e incluso hubo algunos que se molestaron por lo inapropiado se sus reflectantes.
Sus asesores le aseguraron que era el momento de dar el paso.
Delante de las cámaras, con su traje azul y su sonrisa algo desdibujada, sigue con su discurso, y mientras todos escuchan atentamente las razones por las que unos “imbéciles como vosotros me vais a votar”, en la sala se sólo oye, como un zumbido. reflenatereflectantereflectante.

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21 enero 2005

Mirando a la calle

Fotografía original de dp.
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Desde la ventana se veía la calle. Pasaba gente andando y los coches se amontonaban en el semáforo de la esquina. Todo el mundo entraba y salía de las tiendas que estaban a punto de cerrar. Aparecían con una bolsa en una mano y con la otra se abrochaban el abrigo, se quedaban un instante parados en la puerta, y después se incorporaban al río humano de la acera, esquivando los árboles que estaban en el borde.
La circulación era en un solo sentido y desde el segundo piso donde estaba la ventana se podía ver la cara de los conductores, acelerando y frenando, metiendo primera y punto muerto, bailando ordenadamente al ritmo de colores rojo y verde que marcaba el semáforo. Los peatones acompañaban en la coreografía cruzando por el paso de cebra todos a la vez, esquivando a los que venían de frente y apresurando el paso cuando el muñequito verde empezaba a dar parpadeantes señales de querer desaparecer y esconderse, para ser sustituido por el hombre de rojo, que indicaba el momento de detenerse, de ver pasar los automóviles, y que completaba el corto ciclo de sol y luna que alumbraba el paso de cebra.
Dentro de la habitación se escuchaba música. Sonaba despacio, en inglés, arrastrando trozos de películas antiguas por el ambiente, por la alfombra del suelo, por los muebles viejos de madera, y llenando de humo invisible y denso el cuarto.
Tenía la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, algo húmedo por la diferencia de temperatura con el exterior. Poco a poco la habitación se quedaba a oscuras y las farolas empezaban a despertar, a calentar sus corazones luminosos y cronometrados. Hacía un rato que los coches habían encendido los faros. Encima de una silla estaba su ropa. Un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata azul. En el suelo un par de zapatos, que parecían que lo miraban.
Se vistió despacio, dejando que la luz anaranjada de las farolas de la calle fuese entrando por la ventana. Se contempló un momento en el espejo antes de salir, ya casi en penumbra. Apagó la música y el ronroneo del tráfico de la calle entró en la habitación. Mientras cerraba la puerta por fuera sintió el cambio de temperatura y el frío que hacía en la calle. Se palpó el revolver cargado que llevaba escondido en la parte de atrás del cinturón y se fue a buscarlo.

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